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La educación institucional en España tiene casi doscientos años. El objetivo de la instrucción en sus inicios era vencer la batalla contra el analfabetismo, que rondaba casi en el 90%.
Los tiempos han ido cambiando, pero no se ha definido de manera clara el contenido de esa “educación”. Se utilizan como sinónimos enseñanza, instrucción, educación… pero pedagógicamente tienen significados distintos en cuanto a la implicación del docente y del discente. Según la tendencia política en los gobiernos adopta un color u otro, pero no es el color del lazo lo que mejora las capacidades.
Visto el derrotero del siglo XXI me atrevería a formular cuál debería ser el objetivo de la “educación”: Que los discentes y por supuesto los docentes aprendieran a amarse los unos a los otros. ¿Qué? ¿Infundir respeto, comprensión, empatía? Ya se aborda, pero sin demasiado éxito.
Se han ganado batallas al analfabetismo, pero la guerra no ha terminado. Infinidad de contradicciones permanecen atrincheradas. El saber se implanta sin que se mencione que lo importante no es saber, sino qué hacer con él.
Los valores que intenta la escuela no se enseñan, se viven. Se imparte sabiduría con el ejemplo. Hay monumentales objeciones: ¿Quién está capacitado para educar en las escuelas? Actualmente puede que un 10% en el mejor de los casos. ¿Qué se hace en las escuelas de magisterio? ¿Quién capacita a los profesores de las escuelas de magisterio? ¿Quién en valores?
La deriva a la que nos enfrentamos está, desde hace un tiempo, haciendo mella en el sistema: inconformismo, tedio, despilfarro de recursos y perversión de objetivos.
Nuevos arquetipos están marcando una nueva era. Todo reto es una oportunidad, siempre y cuando la consciencia y la conciencia sean protagonistas.
La comunicación tiene como objetico el compartir entendimiento, para ganar en comprensión. La psicología ha avanzado mucho tratando de estudiar el comportamiento y aportar su conocimiento a mejorar actitudes. No obstante los responsables: profesores, padres y administración van varios pasos por detrás de las necesidades.
Pero esto es una opinión… como otra cualquiera.
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“Mil cortes en las hojas del árbol del mal
equivalen a uno solo en las raíces.”
Thoreau
Cuando la intuición que salía del corazón le brindaba la oportunidad de reconocer su Yo, la consciencia le ofrecía el poder ver las “hojas” que habían sido su sostén, sus esquemas mentales.
Un día, cuando fue tocada por la estrella de la consciencia, la Providencia golpeó en sus raíces... sus hojas se tambalearon, fueron cayendo... Una brisa de primavera le brindó el despertar hacia un nuevo verdor.
Sus hojas secas, ahora en el suelo, eran mensajes que comenzó a alejar de su lenguaje:
“Deberías”...estudiar más...
“Tendrías que”...esforzarte mucho para aprobar...
“Lo mejor es que”…te dejes de tonterías...
“Deja que yo lo haga”… eres muy torpe...
“Lo que debes hacer es”… preocuparte de aprender...
“Tu deber es”… comportarte mejor...
“No” te esfuerces... es inútil...
“No te preocupes”… ya verás como todo se arregla...
“No puedes” hacer nada, déjalo...
“Eres”… muy distraído...
“La verdad”… es que no sirves para nada
“Si” no fueras tan vago...
“Siempre”… estás justificándote y buscando excusas.
“Nunca”…haces lo que debes...
“Todo el mundo”…piensa que no te esfuerzas.
“Nada”…de lo que hagas, te servirá conmigo.
“¡A la próxima...!” (amenaza).
“Deja de” perder el tiempo...
“¿Por qué no” te centras ya de una vez...?
“Es inútil que lo intentes...”
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“La mayor evolución de nuestros tiempos
es el descubrimiento
de que al cambiar
las actitudes internas de sus mentes,
los seres humanos pueden cambiar
los aspectos externos de sus vidas.”
William James
¿Por qué siempre llegas tarde?
¿Qué haces que todo lo estropeas?
¿Por qué nunca me prestas atención?
¿Por qué no te fijas alguna vez?
¿Continuamente tienes que molestar?
Recordaba las inquisitivas preguntas cuando empezó a educar años atrás. Exigía con exageraciones, actitudes que no respondían a juicios objetivos y a una intención coherente.
Cumplidos los cuarenta años, como regalo de la Providencia, tuvo un sueño muy vívido en el que se veía de muy corta edad instigada por su madre, exigiéndole cuentas de por qué siempre... por qué todo lo tenía que... por qué nunca le... por qué era tan... por qué no...
La nitidez y el sentimiento con que lo vivió le llevaron a despertar sensaciones vividas en su infancia, percatándose de la resignación y la disconformidad con que las aceptaba y la humillación de la impotencia... Sopesó que era la estrategia de su madre para intimidarla y... se vio a sí misma.
Desde ese trampolín del recuerdo, más que del sueño, se hizo consciente de que estaba prolongando la injusticia que ella había sufrido con un lenguaje que otorgaba poder subyugante al intimidador, generando inseguridad en la respuesta.
Aquel acto de consciencia le permitió darse una oportunidad y abrirse a un lenguaje mental de congruencia.
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“En comparación
con aquello que deberíamos ser,
sólo estamos despiertos a medias.
Nuestras hogueras están humedecidas,
nuestros impulsos están frenados
y únicamente utilizamos una pequeña parte
de nuestros recursos físicos y mentales.”
William James
Su servicio, al educar, le había enfrentado a serios dilemas. Aunque su Yo quería ser un observador desapegado, su ego quería controlarlo casi todo: pensamientos y situaciones; prejuzgaba y se inmiscuía en situaciones cuyo dominio no le correspondía.
Con el tiempo, al escuchar su corazón, había aprendido a desligar las emociones en sus decisiones y a tomarse el tiempo necesario para cultivar la paciencia, aceptándose como parte de un complejo proceso en el que conscientemente sabía que jugaba un minúsculo papel. Estaba educándose en valorar con desapego para implicarse con ecuanimidad. Asimilando de otros maestros la facultad de evitar tomar decisiones mientras estuviera bajo los efectos de estados mentales como miedo, necesidad o compromiso emocional, porque le llevarían a defenderse a ultranza, tomar partido, justificarse o abandonar.
Aprendió a darse el respeto que requería, reconociendo que su Yo siempre estaría a salvo. Los procesos mentales eran los que debía conjugar con sus necesidades.
Comenzó así un proceso por el que llegó a ser consciente de sus pensamientos y aunque no siempre conseguía el equilibrio necesario, aceptaba que eso también era parte del sendero.
Los pensamientos daban lugar a sentimientos y éstos a comportamientos, que daban lugar a sentimientos, que podían cambiar pensamientos.
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“Las cosas sólo dejan de existir
cuando se deja de creer en ellas.”
G. Torrente Ballester
Cuentan de un lugar en donde personas de todas las edades compartían aprendizajes. El bienestar de su sociedad dependía del saber mantener la ecuanimidad entre el cuerpo mental y emocional, del saber utilizar la inteligencia guiada por el corazón.
Había lugares donde acudían los más jóvenes en busca de orientación y aunque había guías, era un sitio abierto donde tenían acceso personas de cualquier edad, aportando experiencias y contribuyendo a una flexibilidad que permitía muchas opciones. Había respeto mutuo, satisfacción y alegría por compartir. Unánimemente aceptaban que todos aprendían unos de otros. Había un lema: “No hay diferencia entre juventud o vejez, cuando se acepta que el aprender es tarea viva compartida.”
Un día alguien promovió insidiosamente una revisión del sistema, cuestionando la falta de control y organización. Empezó a dar detalles de cómo podría resultar más “rentable”: Todo organizado, por edades... cada edad un “empujador”, un aula, control, clasificaciones, grupos... rendimiento... rigurosa programación. Todo selección y eficiencia. Decía que muchos lugares habían adoptado ese sistema y se aprendía con método y óptimo rendimiento, para satisfacción y regocijo. Haciéndose eco, consiguió promocionar la idea.
Al poco tiempo, lo que era un deleite, se convirtió en obligación. La crispación hizo presencia y los enfrentamientos crearon distanciamiento. Los adultos “no autorizados” dejaron de tener acceso y los educandos, apremiados, inventaron mil argucias para zafarse de la imposición y la rutina...
Cuentan que todavía persiste el sistema, a la espera de que una coherente alternativa prescinda de creer en él.
(Extraídos del libro: “Volar sin batir las alas” de Miguel Oller Gregori)
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