FRUMENCIO

FRUMENCIO

(Imagen creada por los autores de la web)

      Regresa de un corto paseo, después de observar con sus ojos de viejo un pueblo mortecino. El otoño grisáceo le lleva a rememorar mil fantasmas del pasado. Sus pesadas piernas le han hecho detenerse tratando de recuperar la cadencia de su respiración. No es fatiga, piensa, tampoco pesadez de los años. Quizás, siente, son los pensamientos los que entorpecen. En su perezoso deambular se ha cruzado con jóvenes que le han ignorado, también con otros mayores a los que la condescendencia les impide ver más allá de lo que miran. Su fluir es un aleteo de desesperanza. Entre paradas y vistazos ha resuelto su recorrido sin pena, ni entusiasmo. Quizás sus ojos ya no quieren mirar y los oídos se niegan a escuchar. El “auelo”, como se llama a sí mismo, está cansado. No tanto por el trabajo almacenado en sus huesos, como por los embates del tiempo. Su interés está más cerca de encontrar sentido al pasado que de mirar al futuro. Todo se le ralentiza. Hasta su forma de pensar. Siente en sus carnes el desapego y las arrugas como evidencia de las dentelladas del pasado, lleno de incomprensión e incertidumbre, de cosas que perdonar y perdonarse. Encorvado, fiando en el bastón, se entrega a los últimos pasos. De vez en cuando mira atrás, quizás trata de desandar su camino, quizás simplemente observa si alguien sigue sus pasos, quizás… sospechas y fantasmas de viejo, se dice. La espalda arqueada le indica que todavía lleva el peso del pasado. Asiente con la cabeza, la ladea queriendo negar la evidencia. Viejas canciones dicen que cualquier tiempo pasado nos parece mejor. Mirar hacia delante le produce el temor de la preocupación, porque consiente en que el tiempo ya juega en su contra.

      A paso lento ha llegado a su casa; su silla de carcomida madera y asiento de anea le espera. Cuando era más joven se acomodaba a contemplar el fuego del hogar bajo su ancha chimenea y disfrutaba de su danza, ahora el aire acondicionado lo ha sustituido, convirtiéndose en un anónimo, suave y cálido ronroneo. Quisiera hablarles a los jóvenes, de las batallas libradas a la vanidad, al ego, al cansancio, a la incomprensión, a la incertidumbre, a la preocupación… Pero cuando observa en sus ojos su sombría benevolencia se recuerda que es viejo. ¡Que poco significan sus palabras! les oye pensar. Las conversaciones consigo mismo le ensimisman, le atraen a un ritmo silencioso y sin darse cuenta consiente en dar cabezazos de somnolencia.

      Hay quien afirma que envejecer es como escalar una montaña, los pasos se acortan, el cuerpo se vuelve pesado, pero la mirada, esa de terciopelo azul le devuelve un paisaje de silencios, codeándose con el cielo, aunque… aunque se encuentre solo. Se retroalimenta pensando que ya no sirve y eso le merma las fuerzas. Pero no, no son los años, son las lágrimas contenidas. Recuerda aquel refrán que decía: “si el mozo supiese, y el viejo pudiese, no habría cosa que no se hiciese”. El mirar sus manos encallecidas, trémulas y sus venas prominentes le invocan al silencio. Se pasa la mano por la cabeza, pretendiendo ahuyentar recelos. Sonríe sin fuerzas, bajados los párpados hace vaivenes de cabeza y siente que las palabras se quedan vacías. Su liberación se acerca y su despertar aún le requiere.

      ¿Cuántas formas de mirar no dejan ver?


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