ESFINGE

ESFINGE

(Imagen creada por los autores de la web)

      Amuyuni se debatía con frecuencia sobre los motivos de debacles y empujones de la vida. Quería encontrar razones que justificasen y diesen valor a sus elucubraciones. A sus 33 años llevaba a cuestas algún que otro episodio de ansiedad, acelerado y perdido tratando de encontrar respuestas. Aunque leía con asiduidad cualquier indicio en ese camino, los pellizcos de la incertidumbre y los encontronazos eran más que sobrecogedores. Su fértil imaginación le hacía exagerar sus situaciones, hacer castillos en el aire y dejar a los “y si…” que anidaran en su cabeza. Recordaba el proverbio: “No puedes evitar que los cuervos revoloteen sobre tu cabeza, pero sí que aniden en ella”. Comenzaba a entrever el papel de la consciencia para atrapar esos gazapos, que a fuerza de hábitos, se deslizaban sin hacerse notar, para luego asestar fuertes zarandeos en su equilibrio.

      Un día, despertó con algo de inquietud. Uno de los protagonistas de un vivido sueño era la famosa y más grande de todas las esfinges, la de Gizah. Su cuerpo imponente de león o chacal y su cabeza formaban una combinación enigmática. Había leído que en la cultura egipcia las esfinges eran símbolos que representaban la unión y el equilibrio entre lo animal y lo humano; también simbolizaban la integración de prudencia y fuerza, instinto y comprensión, la unión del plano material representado por la parte animal, con lo espiritual, personificada en la humana. Símbolos de poder, enigmáticos vigilantes de templos, cunas del culto y del saber. Dualidades hacia la aceptación con comprensión. Se decía que eran el mensaje visible del triunfo de lo humano por encima de lo animal, desplegando equilibrio, fuerza y armonía. Las esfinges eran guardianas, velaban emitiendo un claro mensaje: “sois humanos y dioses, encarnáis lo físico y lo espiritual, velamos por vuestra esencia, aunque los sentidos y emociones os engañen”. Rememorando otra esfinge, allá en Tebas, Grecia y Edipo, la inquietud le había sobresaltado. Su despertar todavía traía nítidas imágenes y palabras de su sueño. Y como en la mitología clásica, le había ofrecido un enigma, que recordaba perfectamente, no reconocía en qué condiciones, si erraba o… acertaba.

      La estampa de la imponente imagen inquisitiva, de mirada penetrante le había intrigado. Lo justo para dejarse abordar con un acertijo. Pinceladas del saber popular, que intentaban sacudir su entendimiento para llegar a la comprensión: “de camino a la iglesia cinco hombres van. Al comenzar a llover, cuatro aligeran el paso, el quinto ni se inmuta. Llegan a la iglesia los cinco a la vez, cuatro mojados y seco el que no se apuró”. ¿Lo puedes explicar?

      Una persona que valoraba tanto el raciocinio no debería temer ningún misterio. Admitió que las palabras de esfinge le sobrecogieron, de ahí su desconcierto.

      Al poco le estaba dando vueltas, sin atinar con el propósito del acertijo. Las palabras habían quedado grabadas y comenzó a intentar descifrarlo. Le importaba poco el enigma, pero ir asociado a la imagen de una esfinge desbordó su imaginación. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué intención? Entre desasosiego e imaginación indaga en sus conocimientos una y otra vez, con tal de dar con una respuesta razonable.

      Después de intentar relajarse, tranquilizarse y valorar el enredo, al poco rato le vino a la mente no sólo la respuesta, sino también diversos motivos para que el subconsciente le alertara: en realidad el sueño era respuesta a una de sus principales inquietudes e incertidumbres: el temor a la enfermedad, a lo desconocido, a la ansiedad. No paraba de repetirse: “llegó seco el que no se apuró”. Era un guiño del Espíritu, de su Esencia, de la Providencia que velaba de su camino. Se censuró por no aceptar con suficiente convicción que no se ven las cosas como ellas son, sino como somos. Desprenderse de su arrogancia fue su principal compromiso, al acertar por qué en el féretro no se mojó el que no se apuró.

      ¿Cómo sonaría un parpadeo si pudieras escucharlo?


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