Educ.-66-/-70-

Educ.-66-/-70-

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“Confía en los hombres

 y te serán leales.

 Trátalos como a grandes señores

 y se comportarán como tales.”

 Emerson.

 

      -¿Sus programaciones? -solicitaba la inspectora al profesor.

      -¿Se las explico? -contestó el profesor, a sabiendas de que las tenía claras en su mente.

      -Quiero verlas, para saber cómo trabaja: Objetivos, recursos, metodología...

      -Llevo veintiún años ejerciendo y lo que los alumnos desean aprender lo aprenden. Pregunte a los alumnos...

      En su mente se reafirmaron estas palabras: “Omito llevar cuenta de cuánto enseño si produzco bella melodía que alegra el corazón...”

      -Necesito ver su planificación por escrito...

      -¿Exigiría, cuando sube a un taxi, solicitando un destino, que el taxista le enseñara y describiera por escrito el itinerario pormenorizado antes de arrancar? —le dijo mientras dirigía una mirada hacia un cartel en la pared que rezaba: “ El pájaro canta alegre y confiado, aunque la rama cruja, porque conoce lo que son sus alas.”

      Mirando los ojos de la inspectora, mientras ésta leía, recordó con cierto desconsuelo unas palabras de Teresa de Berganza que decían: “No comprendo la ceguera ignorante de los Estados que imponen al torrente impetuoso de la vida cien mil diques de burocracia.”

      Las miradas se cruzaron buscando comprensión, cuando silenciosa y decidida se acercó una alumna y tendió sonriendo su cuaderno, con una poesía, a la inspectora...

  

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“Educad a los niños

 y no será necesario

 castigar a los hombres.”

 Pitágoras

 

      La profesora apenas recordaba cuándo fue la última vez que arengó a sus alumnos con “deberías” y “tendrías que” desde que aspiraba sueños y escuchaba a las estrellas.

      Tiempo atrás encontró un viejo álbum de fotos y añoró a la niña que tenía olvidada. Le vinieron inesperadas sensaciones y recuerdos asociados a la escuela, al instituto, donde su vida había transcurrido en buena parte. Veía la imagen del maestro amenazadora y gris, de sus profesores exigiéndole más de lo que aceptaba y ... un gusanillo en el plexo, haciendo balance, le dijo que no fueron momentos agradables... ¿y ella? ¿qué había sido de esa niña frágil y despierta? Es más que probable, pensaba, que hubiera quedado sepultada entre libros y exámenes, entre “deberías” y “el día de mañana.”

      En unos segundos se hizo consciente en tal magnitud del olvido de la niña que no había sido, que sintió con todas sus ansias el deber de hacer algo por ella... ¡Pídeme lo que quieras! -se dijo. Escuchó una vocecita, puede que suya, con tanta claridad que la hizo parte de sí: “¡Abrázame!“ Con la imagen en la mente, el destello de un suspiro a flor de piel y una luz de comprensión, se dio un fuerte abrazo...

      Al día siguiente sus alumnos notaron un brillo algo especial en la mirada. Empezó a interesarse por esas diminutas cosas que distinguían a unos de otros, satisfacciones que desde hacía tiempo no se daba... deseosa de sentir la cordialidad, la comprensión, la alegría, el ansia de aceptar a cada cual como era, expresión del aliento en cada poro...

      Sus alumnos empezaron a ser algo especial... Su niña interna comenzó a insinuarle un sendero... de causalidades.

 

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“Con el toque del cincel

 la piedra cruda y fría se convierte

 en un molde viviente.

 Cuanto más se gasta el mármol,

 más crece la estatua.”

 Miguel Angel

 

      Llegados a los cincuenta el profesor recordó las palabras de Pío Baroja: “Los hombres que conocen el corazón humano, dicen, probablemente con razón, que la edad más romántica, más cándida, más llena de ilusiones para el hombre, son los cincuenta años.” No tenía muy claro cuándo empezó realmente a cuestionarse qué era educar; probablemente a partir de los cuarenta, cuando empezó a aceptarse, tras ese balance mágico al que una gran parte se autosomete, en el que empezó a verse a sí mismo tal como intuía.

      Había dado muchos toques de cincel a otros; a partir de los cuarenta empezó simultáneamente a dárselos también a sí mismo y empezó a contemplar el libro que había escrito con páginas de color violeta y olor a jazmín y pensamientos de terciopelo.

      No pudo menos que reconocer que en el alba de su sentir, comenzaba a vibrar por la alegría de un trabajo que, aunque mermadas las fuerzas, y cosechados sinsabores, le llenaba el corazón. El verdor del atardecer de sus días era tan intenso que recobró con coraje la fe en sí mismo y en el potencial que le quedaba por explorar, porque había reconocido en sí mismo el artista que todos llevaban dentro.

      Estaba empezando a comprender cómo se esculpía con un mínimo toque de cincel, sabiendo de la esencia de educar, fluyendo hacia el conocimiento.

      Causalidades de determinación.

 

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“Hay pendiente de tu tiempo mucha gente,

 recuerda que no se puede perder impunemente.”

Antonio Roldán

 

      Llevaba diez años enseñando y había aprendido la importancia de la ecuanimidad en no ser demasiado dura, ni demasiado blanda.

      Había observado en repetidas ocasiones que sus alumnos se comportaban de acuerdo al modelo que observaban en ella. La “probaban”, más veces de lo necesario, y sin embargo era consciente de su ausencia de maldad. Había llegado a entender que realmente en cada pulso, sólo pretendían saber si estaban en buenas manos y podían confiar en ella. Eran diálogos de transferencias de energías. Esto era inherente a todas las edades, aunque con matices diferentes.

      Aceptaba que probar hasta dónde podían llegar estaba dentro de sus “prerrogativas.” Nunca les defraudaba, anticipándose, no al hecho que suscitaba su atención, sino a la intención que conllevaba. La seguridad que les infundía en la manera de resolver las situaciones a que la sometían, inspiraba confianza a sus alumnos y generaba una relación favorable. Sabía que la copiaban y que estaban construyendo su identidad, por eso no escatimaba recursos para demostrar su fuerza a través de la amistad, la sinceridad, la alegría, la bondad, la comprensión y la paciencia, porque era apostar por la aceptación y adecuado fluir de energías en equilibrio.

      Recordaba unas viejas palabras que había oído y que decían: “Emplea palabras suaves y argumentos fuertes.” Eran su amuleto para equilibrar ese tacto especial que requería su tan delicada profesión.

      Causalidades hacia la sabiduría.

 

   

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“Enseñar a quién no tiene curiosidad por aprender

 es sembrar un campo sin ararlo.”

 R. Whately

 

      Tal como estaba planteada la enseñanza forzaba ritmos, unificaba perspectivas, edades, valoraba poco las diferencias individuales y en las clases había un porcentaje significativo de alumnos que no llegaba a los objetivos, previstos como necesarios.

      Pocas veces se llegaba al fondo de la cuestión con criterios respecto a madurez, intereses, edad mental, habilidades, contenidos motivadores. Si la cosecha no era buena era responsabilidad... ¿del labrador?... A pesar de enfrentarse a premisas antipedagógicas: contenidos poco realistas, objetivos incoherentes, despersonalización, agrupamientos cerrados... ritmos que se forzaban... perspectivas poco halagüeñas; víctimas de sí mismos en un derrotero poco congruente, hacia un objetivo contradictorio.

      Alumnos y profesores eran heridos de una guerra poco justificable. Ello contribuía a que la motivación del propio alumno, se diluyera en chantaje de niveles, métodos poco coherentes, exámenes... Agravándose año tras año con promesas futuras sobre el mundo del trabajo, inconscientemente escondidas al momento presente y con poco espacio para vivir los valores.

      El terreno insuficientemente abonado, poco oxigenado, apenas labrado, valorando poco la semilla... daba perspectivas de una cosecha dudosa, con pérdidas aseguradas más que notorias.

      Reconocer esos inconvenientes formaba parte de un paréntesis para intuir el planeo hacia el cambio.

      El discernimiento velaba por esas causalidades.

  

“Siembra un acto y cosecharás un hábito.

Siembra un hábito y cosecharás un carácter.

Siembra un carácter y cosecharás un destino.”

 Charles Reade



(Extraídos del libro: “Volar sin batir las alas” de Miguel Oller Gregori)


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