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“No halle culpables,
halle remedios.”
Henry Ford
Cuando entraba en clase, cada nuevo curso, fijaba su atención en el silencio, unos segundos precisos, en la movilidad que desplegaban sus alumnos, recabando información sobre cómo fluían las energías. Forma instintiva de percibir cómo se manifestaba el grupo.
Observando el movimiento era capaz de advertir a quienes intentaban acaparar la atención con el habla, quienes permanecían a la expectativa para sumarse a determinadas acciones, o quien permanecía atento, ajeno al derroche que se prodigaba de una manera inconsciente, a su alrededor. El revolverse inquietos en la silla, el volver la cabeza en una y otra dirección, el desplegar actos o palabras para captar atenciones, el provocar ruidos innecesarios, el gesticular, el inmiscuirse en la trayectoria de otros... eran pequeños despliegues inconscientes, aunque notorios mensajes, que solicitaban atenta escucha para armonizarlos. La demanda de atención y afecto solía ser el factor común.
En su labor a lo largo de los años había aprendido que esas manifestaciones pasaban inadvertidos para la mayoría de los profesionales o si lo advertían no sabían cómo interpretarlos y aprovecharlos.
Ese pequeño preámbulo de solícita observación, le permitía ofrecerse una oportunidad para establecer cómo se equilibraban las energías, dónde se concentraban y cómo se canalizaban.
Primeros pasos hacia la determinación de cómo plantear la clase. El siguiente paso era hallar “remedios.”. Polaridades.
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“Bendito sea el hombre
que no teniendo nada que decir,
se abstiene de demostrárnoslo
con sus palabras.”
Mary Ann Evans
Había meditado sobre las premisas de comunicación de J. Pulitzer y las aplicaba al educar.
Procuraba expresarse brevemente, empleando sólo las palabras necesarias, para no cansar y que le escuchasen. Porque en la abundancia de palabras no dejaba de haber error.
Le satisfacía explicarse con mucha claridad y sencillez, usando términos adecuados a la edad, para que entendiesen. Porque quería que el protagonista fuera su mensaje, no el emisor. Nunca perdía de vista el objetivo, porque quería ser congruente con su enseñanza.
Le proporcionaba serenidad y confianza expresar sus ideas en forma pintoresca y graciosa, para que la oportunidad de utilizar los dos hemisferios cerebrales permitiera hacer saltar la chispa intuitiva e impregnar la memoria.
Le daba paz aportar conceptos con honestidad y veracidad, con luz de credibilidad para vivenciarlos, para generar la necesaria confianza, porque la transferencia era una cuestión de aceptación.
La palabra, el tono de voz y la postura corporal eran una llave en forma de triángulo equilátero... Eran equilibrio.
Al asomarse a cada ventana que le ofrecía la oportunidad de expresar con palabras lo verdadero, lo bueno y lo útil se reconocía al derecho de interiorizar el lenguaje del silencio, garantizando comprensión genuina.
El principio de equilibrio, Polaridad, velaba del proceso.
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“La educación es algo admirable,
pero de vez en cuando conviene recordar
que las cosas que verdaderamente importa saber
no pueden enseñarse.”
Oscar Wilde
Por su belleza y sencillez el profesor seleccionó esta fábula de Samaniego (1745-1801), para insinuarles que la vida misma es, en la serenidad de cada día, el libro donde aprenden los que la aman.
El pastor y el filósofo
De los confusos pueblos apartado,
un anciano pastor vivió en su choza,
en el feliz estado en que se goza
del vivir ni envidioso ni envidiado.
No turbó con cuidados la riqueza
a su tranquila vida,
ni la extremada mísera pobreza
fue del dichoso anciano conocida.
Empleado en su labor gustosamente
envejeció; sus canas, su experiencia
y su virtud le hicieron, finalmente,
respetable varón, hombre de ciencia.
Voló su grande fama por el mundo;
y llevado de nueva tan extraña,
acercóse un Filósofo profundo
a la humilde cabaña,
y preguntó al pastor: ¾Dime,
/¿en qué escuela
te hiciste sabio? ¿Acaso te ocupaste
largas noches leyendo a la candela?
¿A Grecia y Roma sabias observaste?
¿Sócrates refinó tu entendimiento?
¿La ciencia de Platón has tú medido,
o pesaste de Tulio el gran talento,
o tal vez, como Ulises, has corrido
por ignorados pueblos y confusos
observando costumbres, leyes y usos?
¾Ni las letras seguí, ni como Ulises
(humildemente respondió el anciano),
discurrí por incógnitos países.
Sé que el género humano
en la escuela del mundo lisonjero
se instruye en el doblez y la patraña.
Con la ciencia que engaña
¿quién podrá hacerse sabio verdadero?
Lo poco que yo sé me lo ha enseñado
Naturaleza en fáciles lecciones:
Un odio firme al vicio me ha inspirado;
ejemplos de virtud da a mis acciones.
Aprendí de la abeja lo industrioso,
y de la hormiga,
que en guardar se afana,
a pensar en el día de mañana:
Mi mastín, el hermoso
y fiel sin semejante,
de gratitud y lealtad constante
es el mejor modelo,
y si acierto a copiarle me consuelo.
Si mi nupcial amor lecciones toma,
las encuentra en la cándida paloma.
La gallina a sus pollos abrigando
con sus piadosas alas como madre,
y las sencillas aves aún volando,
me prestan reglas para ser buen padre.
Sabia naturaleza, mi maestra,
lo malo y lo ridículo me muestra
para hacérmelo odioso.
Jamás habló a las gentes
con aire grave, tono jactancioso,
pues saben los prudentes
que, lejos de ser sabio el que así hable,
será un búho solemne, despreciable.
Un hablar moderado,
un silencio oportuno
en mis conversaciones he guardado.
El hablador molesto e importuno
es digno de desprecio.
Quién escuche a la urraca será un necio.
A los que usan la fuerza y el engaño
para el ajeno daño,
y usurpan a los otros su derecho,
los debe aborrecer en noble pecho.
Únanse con los lobos en la caza,
con milanos y halcones,
con la maldita serpentina raza,
caterva de carnívoros ladrones.
Más ¡qué dije! los hombres tan malvados
ni aún merecen tener esos aliados.
No hay dañino animal tan peligroso
como el usurpador y el envidioso.
Por último, en el libro interminable
de la naturaleza yo medito;
en todo lo creado es admirable:
del ente más sencillo y pequeñito
una contemplación profunda alcanza
los más preciosos frutos de enseñanza
¾Tu virtud acredita, buen anciano
(el Filósofo exclama),
tu ciencia verdadera y justa fama.
Vierte el género humano
en sus libros y escuelas sus errores;
en preceptos mejores
nos da naturaleza su doctrina.
Así quien sus verdades examina
con la meditación y la experiencia,
llegará a conocer virtud y ciencia.”(1)
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“Mi obligación
no es dar a los demás
lo que es objetivamente mejor,
sino lo mío,
de la manera más pura
y sincera posible.”
Herman Hesse
Hablaban de rendimientos, de aprobados y porcentajes... En los recuentos se estimaban datos alarmantes de “fracaso escolar”.
La maestra veía ante sí cincuenta padres, que aunque no presentes, lo estaban, veinticinco alumnos, profesores... Unas ochenta personas interactuaban en el aula, con incontables variables a tener en cuenta: rendimientos estándar, programas poco motivadores, adaptaciones curriculares, alto porcentaje de profesores desmotivados, ritmos de aprendizaje artificiales, evaluaciones distorsionantes, niveles socioculturales dispares, atención personalizada insuficiente... ¿suficiente?, ¿insuficiente?
Sin embargo ella sabía que cada alumno era singular, tenía su ritmo y sus motivaciones. No compartía el término “fracaso escolar”, porque sabía que cada cual avanzaba de acuerdo a sus expectativas y capacidades. Su perspicacia para evitar juzgar si eso era “fracaso” o no, le permitía integrarse y aceptar el principio de polaridad. El aprendizaje no se podía encerrar entre muros.
Buscaba el acercamiento, porque conllevaba comprensión y empatía en un camino de intención integradora.
Sus alumnos progresarían en función de las demandas internas y externas, equilibrar esas necesidades, era tener confianza en el presente.
“Cuando quieres realmente una cosa,
todo el Universo conspira
para ayudarte a conseguirla.”
Paulo Coelho
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“Me parece que el mundo
sería mejor y más hermoso,
si nuestros maestros
nos hablaran del deber de la felicidad,
al mismo tiempo
que de la felicidad del deber.”
John Lubbock
Enseñaba a sus alumnos a hacer positivas valoraciones de sí mismos. Les preparaba haciendo que tomaran consciencia sobre la mejor manera de ayudarse y ayudar. Ello implicaba hacerles partícipes de todo su potencial cuando conseguían actuar sabiendo lo que hacían y por qué, teniendo la perspectiva del beneficio común en cada empresa. Les hablaba del propósito en la vida, del valor que cada uno, en su singularidad, era portador. Las asambleas de clase eran un caudal de opciones. Felicidad del deber.
Trataba de adivinar cuál era el talento natural y diferente que hacía tan peculiar e importante a cada uno. Ponía todo el empeño necesario en observar, detectar y planificar cómo podía despertar esas cualidades innatas, pero sin tensión. Deber de ser felices. Educar para la vida.
El descubrimiento y reconocimiento de cada uno, con su ayuda, era parte de su proceso de integración con la vida. De su reconocimiento dependía el equilibrio y felicidad. Su búsqueda y aceptación era una inversión; era hacer inventario de su patrimonio de felicidad, por cuanto que la expresión y aplicación de esos talentos, destinados al servicio, eran garantía hacia la felicidad del deber.
Sabía que eso era fundirse en la universalidad, reconciliarse consigo misma, regalar un compartir...
(Extraídos del libro: “Volar sin batir las alas” de Miguel Oller Gregori)
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