Lentamente la niña de siete años, con cara compungida, se acercó a la abuela que plácidamente descansaba recostada en su mecedora de mimbre.

─Abuela…─le requirió su nieta tímidamente.

─Esa carita me dice que vas a pedirme algo.

─No es eso…

─¿Entonces, qué?

─Tengo miedo…

─¿A tus siete años ya eres consciente de sus mordiscos?

      La abuela dialogaba conocedora de que su nieta a pesar de la corta edad era espíritu viejo. La niña la mira con atención a la cara. Contempla con atención las múltiples arrugas que le surcan la cara.

─No sé…

─He de confesarte algo: yo también tengo. ─le dice en voz baja.

      La nieta abre los ojos. Pensaba que su abuela ya los había vencido.

─¿Tú también tienes miedo? ─pregunta incrédula.

─Siento sus pellizcos, pero nos respetamos. Yo procuro no molestarlos y ellos guardan las distancias. A veces vienen disfrazados, pero como los conozco les sigo la corriente. Parecen malos, porque me gritan, pero sólo son un poco tímidos.

      Abuela y nieta se miran y sonríen. La anciana la mira a los ojos esperando que la pequeña continúe. Al observar su silencio le estira.

─¿Cómo lo haces para asustarte?

      La niña la mira pero no contesta.

─Hay que aprender a mirarlo a través de la máscara. ¿Qué lo ha despertado? ─insiste la abuela.

─Un perro… me quería morder…

─¿Cómo lo sabes?

─Me ladró y enseñó los dientes. Pero no me mordió.

─¿Tú qué hiciste?

─Cerré los ojos y me quedé quieta…

─Yo misma no lo hubiera hecho mejor. No huiste. El miedo se disfrazó de perro y tú lo sabías.

      Una pequeña sonrisa aflora de nuevo en la nieta. Su abuela la había entendido y se siente reconfortada.

      La niña le tiende las manos, la abuela se las lleva al corazón, sabe de entendimientos. Su nieta la mira a los ojos, ella le guiña un ojo; sabe que la sintonía vela del sendero.

      ¿Cómo la falta de comprensión se convierte en temor?