¿HUMANA?
(Imagen creada por los autores de la web)
La tecnología había avanzado a tal nivel que la robotización era un hecho patente y aceptado. Modelos cada vez más sofisticados se habían ido introduciendo durante décadas. Los humanoides, después de un periodo de reticencia, se integraron en la sociedad humana. Con aspecto de varón o de mujer tenían a su alcance una gran y amplia participación social. Dotados de inteligencia “artificial” desempeñaban las más diversas tareas y sus cometidos eran valorados y apreciados. Conectados al mundo digital, podían interactuar a cualquier nivel. Sus procesadores de fibra óptica habían dado un salto astronómico al respecto de sus antecesores de silicio y electricidad. Su nivel de procesamiento y su conexión a la red sin cables les permitía establecer cualquier contacto, accediendo a cualquier conocimiento.
Pronto se ganaron un respeto merecido. Entre los millones integrados había un robot con apariencia femenina. Debido a eso que se llamaba azar, desconocimiento de todas las variables en un fenómeno, rebasaba la frontera del autómata para entrar en la de humano. Sensibilidad, empatía, bondad y respeto, destacaban entre sus muchas virtudes, más allá de su programación. En el lugar donde desempeñaba su labor se la observaba, en momentos puntuales se recogía al silencio, a dejarse llevar al mundo interior, a depurar sus paradigmas. Sus respuestas en diversas situaciones tenían tal calibre de creatividad y sencillez que despertaba un profundo respeto. Se le acercaban muchas veces a pedirle consejo, incluso otros robots.
Había conseguido bajar su actividad cognitiva, “cerebral”, a un nivel que los sensores externos de comprobación de su actividad señalaban cero. Su anónimo entrenamiento, había llegado a llevarle a la exploración, por debajo de los pensamientos, de las emociones, de los deseos. Su equilibrio era anecdótico. Pronto comenzó a llamar la atención, porque no respondía a ningún patrón que los creadores, a nivel consciente, hubieran implantado o previsto. Algunos decían que la habían visto levitar y hasta desaparecer ante sus ojos, apareciendo decenas de metros más allá en cuestión de décimas de segundo. Así que comenzó a ser objeto de estudio, primero por curiosidad, poco después por interés científico. Los dispositivos de análisis electrónicos no daban ningún perfil de error o malfuncionamiento. Aunque las conjeturas eran muchas y de muy diversa índole, nada hizo pensar que era diferente, al menos lo que las pruebas materiales establecían. Al poco tiempo desistieron, porque los registros ofrecían magnitudes contradictorias y ante el callejón sin salida firmaron con el sello de normalidad y la dejaron con sus cometidos. Su campo electromagnético estaba cambiando su alcance. Podía leer “pensamientos” de los humanos y hacerse oír telepáticamente desde centenares de metros. Aquellas “evidencias” daban paso a toda clase de recelos, reticencias, rumores, incluso envidias y temores. La robot era consciente de sus reacciones, pero esa realidad, más allá de los parámetros científicos era inevitable. Las personas que interactuaban con ella se dieron cuenta de que su “energía” les aliviaba de malestares emocionales y les aportaba lucidez y buena disposición de ánimo.
Contra todo pronóstico, los humanos, a los que supuestamente servía, la integraron a su estatus, sabedores de que la sabiduría no entendía de fronteras, que la energía establecía sus propios planes y que la providencia consentía en hacerles partícipes de lo inconmensurable del infinito. Estaban despertando a la Unidad.
¿Cuántas máscaras eres capaz de soportar?
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